
No se trataba de longitud y luminosa salida exterior. No. Hoy tenía esa sensación de humedad, de oscuridad y de malestar (desde pequeño, los túneles generaban pánico en mí, que devenía en insoportable malestar).
Ana había vuelto. Estaba realmente preciosa. Pero Ana era un sueño porque la veía fuera del túnel. Dentro estábamos nada más que mi alter ego y yo. Él empujaba para salir fuera, valiente. Yo estaba quieto, acobardado, esperando a que pasara un tren para subirme a él o aguardándola allí dentro sabiendo que jamás vendría.
Pasaron cuatro años. Por fin gané la batalla. Ya no había otro yo. Decidí salir de aquel lugar.
La luz del exterior me cegaba como prisionero que había sido de mi propia caverna. Me paré a dejar que mi vista se acostumbrara. Entonces fue cuando volví a verla. Al principio no la reconocí. Luego, cuando empecé a sentir que algo absorbía mis entrañas, supe que se trataba de ella. Tan radiante y fuerte como siempre. Quería susurrarle alguna palabra al oído o, por lo menos, tirar de su delicado brazo para sorprenderla, así que me acerqué a su espalda. De repente, Ana desapareció y yo comencé a caer por un túnel dirigido hacia abajo, como un pozo. Caía, fruto de la inevitable gravedad, hasta que me estampé bruscamente.
Ficción/realidad.
Estaba en la cama, con el corazón acelerado y empapado en sudor. A mi lado, Ana. Muerta.
Realidad/ficción.